27.1.15

Setenta y cinco


75. Esa hubiera sido tu edad. A mis 30 y como mamá carishina y torpe que soy -lo que se dice primeriza-, ¿qué te habría preguntado? Me hablarías del tranvía de tu niñez. De tu primera pelea de box. Del miedo de ser padre una, dos, tres, cuatro, cinco veces. Yo, la quinta, ¿por qué habré llegado tan tarde?


Ahora buscaría tu mano más a menudo o fijaría mis ojos en tus pupilas. Ya no las recuerdo.

¿Cómo eran tus cejas, papá? ¿Cómo se asomaban tus dientes en tu sonrisa? ¿Cómo era tu pena?


No olvido tu pelo negro, brillante; no tus orejas que me parecían más grandes en el último tiempo. Las veía desde el asiento de atrás del auto en que, casi al final, un día te perdiste. Nos perdimos. Una mala broma del cerebro y fue como una alarma. Olvidaste a dónde conducías y yo empecé a olvidarte. Después te arrancaron el corazón y lo de más ya se sabe.


Tengo canas, papá. Envejecí en estos años sin escucharte hablar. ¿Cómo fue que borré ese mensaje de voz que dejaste la última noche? ¿Cómo fue que no conservamos las uñas que cortamos esa tarde? Tan poco nos queda de ti.


Pero hay un eco de tu voz en mis oídos que no termina de apagarse. Apenas una sombra de sonido. Lo oigo más claramente en sueños, como si de vez en cuando abriera el escapulario para mirarte en una foto que conozco tanto, pero que siempre se desvanece.


Tengo un retrato de tus ruidos.
Pasos al amanecer. Babuchas que se arrastran contra el piso de madera de la casa donde ya no vivo. La puerta del baño. Llueve en la ducha. Oigo susurrar tu sonrisa.


Suena el crujir del periódico en el desayuno. Una risa frente a un Trespatines televisado al mediodía. Sorbes la sopa. Retumba el malhumor de tu mano sobre la mejilla; tu codo maleducado, sobre la mesa. Oigo, apabullante, tu silencio.


¿Qué hubieras dicho de mi hijo? Hay quienes te ven en él. Claro, si se parece tanto a mí y yo soy tan tú: feliz afuera, triste adentro. Hasta tengo tus piernas descoloridas y anchas de futbolista fuera de forma. Tus rodillas extrañas, como sin rótula. Y también, tu malgenio y tu soledad.


Te confieso. No aprendí nunca a manejar porque me niego a que otra persona me enseñe eso que quería aprender de ti. Sabes, papá, me dan ganas de llamarte y preguntarte qué tengo que hacer. Sigo pensando que tienes todas las respuestas.


Te confieso. En julio fuimos a la playa de siempre. A donde no había regresado en tantos años. Era como estar en Comala. Y no te encontré. ¿Recuerdas que el último verano leíste Pedro Páramo ahí? Yo te lo recomendé, te gusto mucho, tomamos café, hablamos. ¿Fue un mal presagio? Perdóname, papá.


Fue como vacacionar en un recuerdo oxidado, decadente, sucio. No hay que volver a esos lugares donde uno fue feliz. No hay que revolver la infancia.


Mamá salía a caminar sola. Nosotros lanzamos piedritas desde el muelle. Nos bañamos en el mar y nos tostamos sobre la arena tantas veces recorrida. Al nene le gustó todo. Pero no son las mismas piedras ni ese es el mismo mar ni el sol es ya lo que era. Yo tampoco soy yo.


Te digo que envejecí. Tengo canas, papá. Y me duele la niña que se atora en mi garganta, la que crece solo a golpes.


Cómo me cuesta ser eso que tú no alcanzaste a ver.