Trescientos sesenta y cinco días atrás viví un día aterrador y hermoso. Hice de todo para que Dante, que llevaba ocho meses en mi panza, pueda nacer por parto normal. Pero su llegada fue “anormal”, precipitada y la cesárea estuvo más bien ‘vertiginosa’. Esa palabra usó el médico que salvó la vida de Dante, forzándolo a salir de ese paraíso acuoso entrañas adentro por donde él se escurría como un pez asustado. Sin esa ciencia, sin bisturís, sin médicos y sin sus cortes y remiendos en mi vientre, el 17 de septiembre mi hijo no hubiera nacido. Y yo no hubiera vivido –superado el terror de los primeros días– el mejor año de mi vida.
No recuerdo
cuáles fueron las palabras exactas que me dijo el famosísimo y admiradísimo (por
mí también, es maravilloso) editor peruano Julio Villanueva Chang. Pero era
algo así: “Cuando seas mamá, no te hagas estúpida”. Me contó que hay mujeres
brillantes que con la maternidad abandonan sus cualidades intelectuales, descuidan
o dejan el oficio, porque se entregan por completo a sus hijos. ¿Domesticarme
por una babosa y tierna criatura? Eso jamás me iba a pasar a mí, aseguré yo. Pero
aquí estoy: un poco más olvidada de mis pretensiones profesionales, literarias,
periodísticas; refugiada la mayor parte del tiempo en mi búnker personal,
babeando a cada minuto por mi hijo. Sí, me he convertido en un animal doméstico.
Y feliz. Tonta o no, esta felicidad es mía y la atesoro como lo mejor que me
pasó en mis treinta años. Y no la cambio por premios ni fama ni viajes ni
fortunas. Comprendo, sin embargo, lo que Julio quiso decir sin maldad. Él, con
su generosidad y rigor de buen maestro, también me aconsejó salir a reportear
con mi nene, llevarlo conmigo a buscar historias, como hacía en esas noches en
que con una panzota de siete meses acudía sin falta al taller de perfiles que
dictó en Quito.
Ser mujer,
mamá y trabajar es triplemente duro. Yo escogí privilegiar la maternidad, dejar
mi empleo en un medio de comunicación y mudé mi oficina a la casa. Esa oficina
ha funcionado intermitentemente durante este tiempo y sobre todo durante las
madrugadas, cuando ya todo era silencio. No ha sido fácil, ha requerido harto
sacrificio físico, económico, personal. Pero también ha significado que la vida
tenga otro sentido y otro peso, y el crecimiento ha sido también uno muy
distinto. Cómo decir sin que suene cursi que ha sido el trabajo más hermosamente
intenso y retador (la responsabilidad de sostener en mis manos la raíz de la
vida de un ser humano, amarlo sin condiciones, cambiar pañales y lavar rabos
hasta seis o siete veces en un día, bañarlo, amamantarlo, preparar luego comida
deliciosa y nutritiva, a mí que no me gustaba mucho la cocina, administrar una
casa y al mismo tiempo trabajar “en serio”, robándole horas al sueño, como hacen
los adultos, haciendo cosas serias y que dan plata).
Esta nueva
labor, que realizamos codo a codo con mi esposo Sebastián (no tenemos niñera,
ni guardería, ni empleada a tiempo completo, pero contamos con la invaluable asesoría y compañía de las abuelas,
el Nonno, las tías y los tíos), no ha significado solo una definitiva entrada
a la adultez sino que es también una vuelta a la infancia, a la época del juego
y del ocio total. Mi oficio diario es jugar por jugar (¡wuuujuuu!), pero muy
seriamente.
La múltiple y única mujer. Mientras todo eso pasa, mientras
una metamorfosea de mujer-posmoderna a mujer-ama-de-casa-mamá-posmoderna, en la
cabeza rondan todas las ideas y presiones que una misma ha construido: tienes
que ser mamá pero no una más o menos; ¡la mejor! Es decir tiene que haber:
sacrificio, abnegación, abandono total. Pero hay también otra mujer (una que no
es tan maternal y que a veces tiene ganas de salir corriendo por la puerta) que
grita cuerpo adentro para que no la olvidemos por completo, para que la sigamos
alimentando de eso que tanto le gusta, para que no dejemos por completo nuestra
individualidad. Y muy rara vez sale a flote una mujer menos histérica que sabe
que los griegos tenían razón y que hay que perseguir el justo medio: el
equilibrio. Pero esa, la sabia, solo viene de vez en cuando. Aquí, en este
cuerpo, predominan la mamá gallina y la loca.
Y es que la
transformación no es fácil. En el embarazo una se convierte en una fábrica a
tiempo completo: todo se da en función del bebé que se está formando. Luego de
dar a luz, sintiendo aún la ausencia del niño en el vientre, nos convertimos en
la pasteurizadora, una máquina de hormonas enloquecidas que siente mágicamente
cuando el bebé se va a despertar porque de pronto los pechos se inflan como
globos de carnaval. Después, el cuerpo, totalmente sacudido por tanto cambio,
es una cosa rara, mixta, híbrida: un mujerón en el que convive una caprichosa niña,
una joven pretenciosa y una amorosa abuela.
Maaaa… Los lengüetazos, los abrazos, las sonrisas con
sus primeros dientes (dientecitos de ajo, Rocamadour), las risas ante mis
payasadas e incluso los dolorosos mordiscos y ese balbuceo de ‘Maaaa’, dicho
con esa voz gruesa y golosa que tiene Dante, me saben a Cielo. Son la mejor
recompensa, una cosquilla que me recorre y hace que el corazón me ruede por el
cuerpo. Y me ha transformado. Ya no soy Cristina. Mi nombre ahora es: Ma. Así,
de una sola sílaba que a veces suena muy corta y otras veces se alarga según el
número de letras ‘a’ que el alarido suelte. Soy Ma a secas y me encanta.
Feliz cumple, ojos de atómica estrella. Sonará exagerado pero mi hijo tiene
ojos de estrella. El universo entero gira en sus pupilas. Se mueve, el papá lo
ha descrito a la perfección, como un dragón de Komodo y tiene la energía de una
bomba nuclear (creo que esta frase también es plagiada del padre). Se despierta
tempranito iluminando la perezosa mañana con sus ocho dientes. Casi nunca
llora, su radiación es felicidad pura. Le encanta comer. Sus frutas favoritas
son la papaya, la banana, el melón, la granadilla, las uvas verdes. No le tiene
mucho agrado a la manzana, a menos que esté mezclada con avena, algún otro cereal
o yogur. Como a todo buen serrano, le encanta la papa y la quínoa. Como buen
nieto de argentinos, es carnívoro. A diferencia del padre, no es alérgico al
pescado. Le gusta el huevo revuelto con tomate y cebolla. Le fascina el pan y
las galletas, el helado de vainilla. Se emociona tanto al comer que patalea y
chilla, pateando o revoleando a su paso. Ama los perros e incluso dormido ha ladrado
un ‘baaafff, bafff’. Tiene unos cuatro cuentos favoritos que leemos unas 400
veces al día. Le encanta ver tele (asistente con hipnóticos poderes, la mejor a
la hora de cambiarle el pañal, vestirle, darle una medicina). Desde siempre escuchó
música, así que es un melómano en potencia, se alegra apenas nos acercamos a
poner un disco y se calma cuando alguien le canta. Tiene mucho carácter, sabe
protestar (a veces en exceso, pero en esta casa, a diferencia de lo que pasa en
este país, no se criminaliza la protesta), se pone colorado cuando se enoja y rara
vez entiende lo que es un ‘no’.
Jugamos de sol a sol. Cuando se despierta, lo llevo a mi
cama y nos quedamos mirando la tele un rato. Mientras tanto me quita el control,
los lentes o el teléfono y juega a esconder el chupón. Lanza la ropa mientras
yo trato de escoger algo para que se ponga. Le gusta coger las pantuflas
cochinas de mamá y papá, se come los zapatos y se escurre a la lavandería para
agarrar la ropa sucia. Mientras mamá prepara el desayuno, juega a dar de comer
a sus juguetes en el corral. Sus juegos son interrumpidos cuando se levanta
para exigir que le den ‘ETEEEEEE’ que suele ser pan y ‘AGUAAAAA’ que suele ser agua.
Mientras desayuna, mamá juega a alimentar a quienes bautizamos como ‘Los flacos’,
la colección de superhéroes de papá que está junto a la mesa, también le damos
de comer al avión que cuelga del techo y a la lámpara. Luego desordenamos su
cuarto, bajamos los carritos, el Arca de Noé con todos los animales, el bus
escolar, los dinosaurios, leemos cuentos, lanzamos pelotas, vestimos y desvestimos
a su oso de peluche, mamá se disfraza de indio, se pone antifaces, baila,
pintamos con crayones (mamá pinta y Dante se los come…). Se divierte con
cualquier cosa, le da igual si son unas cucharas, un pedazo de cartón, una miga
del piso o los más sofisticados juguetes. Sin mentir, así es cada día. En eso
se ha transformado mi vida de animal doméstico, en puro juego.
Mientras tanto,
desde el celular o la computadora me conecto a veces con el exterior, con el
mundo de los adultos. Y cada vez me gusta menos y cada vez tengo menos ganas de
salir.
Y sí, creo que Villanueva tenía razón; ya no hay remedio a esta
maternidad babosa y estupidizante que me deja exhausta y sonreída al final del
día. Soy una estúpida, la más estúpida de todas.